Descripción
Los sistemas clasificatorios son de gran utilidad para los clínicos en la recopilación y construcción de una nomenclatura ordenada y adecuada. La ausencia de criterios objetivos de validación es el gran obstáculo y elemento diferenciador de las distintas clasificaciones. Los criterios de clasificación específicos de cada trastorno mental son directrices para establecer el diagnóstico, tener un sentido de la psicopatología más unitario para tener mayor facilidad de implantación en la práctica clínica ,para organizar la realidad y emplear una mirada que ordene lo que vemos y nos permita comunicarnos con otros profesionales, favorecer diseños de investigación y establecer tratamientos más estandarizados.
Mejorar el diagnóstico y la clasificación de los trastornos mentales, ayudar a que la investigación clínica, epidemiológica y que la utilización de servicios se realice con unos criterios uniformes, ha motivado a que las bases conceptuales de las clasificaciones actuales hayan evolucionado notablemente respecto a las de hace unas décadas. Los sistemas de clasificación de mayor impacto y aceptación han procedido desde los años cincuenta del siglo XX de dos entidades diferentes: la APA y la OMS. La primera ha elaborado los sistemas sucesivos de clasificación DSM, específicamente centrados en los trastornos mentales, mientras que la OMS ha venido introduciendo, desde su sexta edición en 1948, un capítulo dedicado a los trastornos mentales en las sucesivas ediciones de su sistema general de clasificación, la CIE en su capítulo V. Ambas, han ofertado sistemas de clasificación internacionales, con validez legal y científica reconocida y son los que dominan la práctica clínica.
El DSM-IV y la CIE-10 son dos sistemas clasificatorios ampliamente establecidos y utilizados en el ámbito internacional para el diagnóstico de los trastornos mentales de la edad adulta ,en la niñez y adolescencia. Dichos sistemas, son multiaxiales, es decir, se organizan considerando varios ejes constando de 5 ejes el DSM y de 3 la CIE-10. La CIE presentaba la ventaja del uso internacional y de la utilización en común con otras partes de la medicina, mientras el DSM presentaba la existencia de criterios y herramientas normalizadas. Ambos se consideran los recursos principales para diagnosticar los trastornos mentales en la actualidad.
Las clasificaciones contemplan que no todos los individuos que padecen el mismo trastorno son completamente iguales, son heterogéneos, y la presentación y curso de la enfermedad va a depender no sólo del paciente sino también las construcciones surgidas en un contexto social e histórico determinado. Una evaluación psicológica integral obviamente trasciende el diagnóstico categorial psiquiátrico. Una evaluación adecuada no se restringe a proporcionar un nombre o una etiqueta, sino que exige obtener información profunda de los problemas de los pacientes, el contexto en el que se producen, los recursos y las limitaciones materiales y psicológicos con que cuentan, y sondear, mediante un análisis funcional, las cadenas causales que pueden explicar esos comportamientos. Los casos límite son difíciles de diagnosticar, y son clasificados en la categoría de “no especificadas”, reservada para la diversidad de las presentaciones clínicas y que se incluirán según los criterios establecidos.
Dado que el conocimiento etiológico aún es escaso para la mayoría de los trastornos, se encuentran múltiples aproximaciones que, en defecto del criterio etiológico, recurren a criterios en general basados en la descripción del comportamiento, en la exploración psicopatológica y en la evolución. La situación actual de la nosografía psiquiátrica se ha enriquecido con la aparición de sistemas internacionales de clasificación, que han puesto en evidencia los problemas de definición y nomenclatura, la aparición de los instrumentos de evaluación, que han intentado normalizar la exploración del paciente, y los criterios diagnósticos, que han intentado homogeneizar los diagnósticos.
Por otro lado, el límite entre enfermedad y salud mental no es un límite claro ni bien definido, y los criterios para designar a una persona como sana o enferma han variado según los distintos enfoques teóricos y a lo largo del tiempo, con lo que no hay un acuerdo general entre especialistas sobre cómo definir estos términos. Por todo ello, al hablar de salud mental necesariamente hay que referirse a enfermedad mental.
Históricamente la investigación sobre la enfermedad mental se ha inclinado drásticamente al lado de la disfunción psicológica y la salud se ha equiparado con la falta de enfermedad, más que con la presencia de bienestar.
La salud y la enfermedad son fenómenos complejos, susceptibles de diversos abordajes y definiciones. Si se contemplan desde la intimidad biológica se llega a una conclusión completamente distinta a la que podría dar lugar una aproximación basada en los componentes ambientales, ecológicos, sociales, o en aquellos más estrictamente personales y subjetivos. Cada perspectiva aporta un ángulo peculiar que puede resultar indispensable para comprender los otros, pero ninguno de ellos funciona por sí solo, sino que forma parte de una red o tejido que se expresa en los diversos estratos biológicos, personales y/o sociales de la vida de todo individuo.
Se podría resumir que la enfermedad mental es una alteración de tipo emocional, cognitivo o del comportamiento en que se ven afectados procesos psicológicos básicos tales como la emoción, la motivación, la cognición, la conciencia, la conducta, la percepción, el lenguaje, etc. y que dificulta a la persona en su adaptación en el entorno cultural y social en que vive y crea alguna forma de malestar subjetivo. Por otro lado, La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la salud mental como un estado de bienestar en el cual el individuo consciente de sus propias capacidades, realizar sus habilidades, afrontar el estrés normal de la vida, trabajar de manera productiva y fructífera, y hacer una contribución significativa a sus comunidades.
La salud mental es un pilar central en el bienestar general de los individuos, sociedades y naciones, y por tanto, una combinación adecuada de programas de tratamiento y prevención en el campo de la salud mental, en los marcos de estrategias públicas generales, puede evitar años vividos con discapacidad e, incluso, la muerte prematura, reducir el estigma que rodea a las enfermedades mentales, aumentar considerablemente el capital social, ayudar a reducir la pobreza y a promover el desarrollo del país.
Por todo ello, a fin de reducir el aumento creciente de la carga de los trastornos mentales y evitar los años de vida con discapacidad o la muerte prematura, debe darse prioridad a la prevención y promoción en salud mental.